domingo, 24 de mayo de 2009

Pisadas en la arcilla


En la cueva de Chauvet, en el sureste de Francia, están impresas sobre la arcilla las pisadas de un niño de entre ocho y diez años, que medía alrededor de uno treinta y se iluminaba con una antorcha.

El carbón de la antorcha dejó sus marcas regulares a lo largo de la pared. Gracias al análisis de esos residuos se sabe que este niño se internó en las sombras móviles de la cueva de Chauvet hace unos veintiséis mil años, de modo que las suyas son las huellas humanas más antiguas de las que tenemos noticia. No hay más huellas cerca: el niño entró solo en la cueva.

La luz de la antorcha iluminaría lo que descubrieron por azar unos espeleólogos franceses en 1994, una sucesión de galerías con imágenes de animales pintadas o hendidas sobre la roca y la arcilla, el bestiario fabuloso de las especies que hace treinta milenios deambulaban por las sabanas de Europa, mamuts, leones, rinocerontes, grandes osos, caballos, panteras, ciervos imponentes llamados megaceros, bisontes. Las pinturas de Chauvet son las más antiguas de las que se tiene noticia, muy anteriores a las de Lascaux y las de Altamira: y sin embargo revelan una maestría infalible, un dominio de la anatomía y del movimiento y de la síntesis visual que permite representar la cabeza y la joroba de un mamut o el hocico de un rinoceronte con un solo trazo, aprovechando además las protuberancias de la pared rocosa para sugerir el volumen.

Pero lo más extraño no es la formidable calidad formal de esas pinturas, que desmiente cualquier noción evolutiva en el arte: lo extraño, lo que nos atrae de verdad hacia ellas, es la familiaridad que sentimos al mirarlas. En la manera en que miraban el mundo esos seres humanos hay algo que reconocemos, igual que en esas huellas que podían ser las de los pasos de uno de nuestros hijos, o en esas manos trazadas en blanco sobre las paredes contra un contorno rojizo de óxido de hierro. Alguien apoyó una palma abierta y con la otra mano sostuvo el hueso o la caña por los que sopló el óxido. Si nos estuviera permitido tocar la pared, superpondríamos sobre esa mano fantasma la nuestra y encontraríamos una coincidencia casi exacta.

A las manos impresas en las paredes de las cuevas con frecuencia parece que les faltan las falanges superiores de uno o de varios dedos, nunca el pulgar. Se especuló en otro tiempo que la causa podían ser amputaciones por congelación o por accidentes de caza. Ahora se sospecha que en realidad son dedos doblados para indicar ciertos signos de vocabularios silenciosos, indicaciones o avisos de algo, gestos de pertenencia a un clan. Lo he aprendido en unos de esos libros inesperados que uno encuentra sin haberlos buscado y en los que se sumerge con felicidad durante varios días, Los pintores de las cavernas, de Gregory Curtis, que trata del misterio insoluble del significado de la pintura prehistórica y a la vez cuenta la aventura moderna de su descubrimiento, en la que hay episodios novelescos de exploraciones audaces y hallazgos de tesoros y también de mezquinas intrigas y venganzas académicas, de manuscritos perdidos, exilios y suicidios. Como algunas novelas, el relato de Curtis sucede en dos planos temporales muy alejados entre sí que acaban constituyendo una sola trama.

El primero de ellos dura, asombrosamente, unos veinte mil años, a lo largo de los cuales se mantuvo más o menos intacta una tradición plástica de una sofisticación que no tiene nada de primitiva, y que sin más remedio debería de formar parte de una cultura mucho más rica y más amplia de la que no ha quedado nada, igual que han extinguido las especies de animales magníficos que atravesaban Europa en migraciones populosas, proporcionando a aquellos pueblos cazadores no sólo su alimento, sino también la materia de sus rituales y de sus mitologías, de los cuales las pinturas de las cavernas son reliquias en gran medida indescifrables.

El segundo relato es mucho más cercano: empieza en 1879, en Altamira, cuando una niña que acompaña a su padre en la excavación de una cueva mira hacia el techo y ve algo en lo que el padre no ha reparado, unas figuras de bisontes rojizos. Al pobre Marcelino de Sautuola el descubrimiento de las pinturas de Altamira no le deparó ninguna gloria, sino humillaciones y disgustos, y murió prematuramente con la amargura de un escarnio sin consuelo. Eran los años en que se difundía, entre furiosas diatribas, la teoría de la evolución, y algunos de sus partidarios, explica Curtis, quisieron creer que las pinturas eran falsificaciones calculadas para desacreditarla. Si las artes, como los organismos, evolucionan de lo más simple a lo más complejo, ¿cómo era posible que unos bárbaros habitantes de las cavernas hubieran sido capaces de pintar con tal maestría?

De un modo u otro, el prejuicio del primitivismo se mantuvo en las interpretaciones más habituales de los especialistas: las pinturas formarían parte de rituales mágicos para propiciar la caza. Pero los animales pintados en las cuevas muchas veces no son los mismos que se cazaban para comer.

En algunas de ellas se han encontrado pruebas de que los pintores, mientras hacían su trabajo, habían comido carne de reno, pero no había renos entre los animales que pintaban, y sí otros que inspirarían pavor, como rinocerontes o leones o mamuts. No fue un especialista en pintura prehistórica, sino un historiador del arte con inclinaciones filosóficas, Max Raphael, intuyó por primera vez que las acumulaciones de animales en una gruta podían ser no resultado del azar sino de un propósito compositivo regido por alguna forma de geometría y de simbolismo, cuya clave sería probablemente la forma de la mano extendida. Max Raphael era judío alemán y pasó por Francia huyendo de los nazis. En su exilio de Nueva York vivió obsesionado por las pinturas de las cuevas, negándose a aceptar que culturas tan refinadas en su imaginación plástica y en sus técnicas de representación no hubieran poseído también una complejidad espiritual. Misántropo, angustiado por la soledad y el fracaso, Max Raphael se suicidó en 1951. Unos meses antes le había mandado a la prehistoriadora francesa Annette Laming-Emperaire treinta páginas de borradores y notas para un libro que nunca llegó a escribir: Sobre el método de interpretar el arte paleolítico.

Como en el universo inquietante que nos explican los físicos, en el relato de los pintores prehistóricos lo que vemos y lo que sabemos está rodeado por la materia oscura de lo desconocido. Las pisadas del niño que llevaba la antorcha en la cueva de Chauvet van en una sola dirección. En la cueva de Trois Frères hay una figura solitaria en el punto más alto del techo que tiene cabeza de ciervo, torso y cola de caballo y piernas de hombre que puede ser un chamán en estado de trance o un personaje fantástico, pero que nos estremece sobre todo por el gesto con el que parece volverse el espectador como si acabara de descubrir la presencia de un intruso, o la de un semejante. -

Fuente: elpais.com

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